domingo, 28 de junio de 2009

Desde el jardín de mi niñez


Mis padres aún no habían terminado el bachillerato. Ella iba a clases con pantalón, camisa beige y panza de 8 meses. Mi papá iba con uniforme, afro, piedras para tirarle al módulo de la policía, música y buen humor.

Apenas salimos de la clínica fui a vivir a la casa de mi familia paterna, hasta el día en que me casé.

¿Qué fue de ellos dos? Ganaron una beca para estudiar economía en Rumanía y se fueron a esa fría dictadura, cuando yo tenía unos meses de nacida. Crecí con toda mi familia paterna y cuando digo toda les hablo de un gentío, saquen la cuenta: mi papá tiene ocho hermanos, a ellos súmenle mis abuelos quienes siempre he considerado mis padres, mis tíos los hermanos de mis abuelos y algunos primos, en esa época no habían nacido todo el bandón que son hoy en día, asunto ventajoso para mi hermano y para mi considerando que condensaban todo su amor en nosotros dos.

Mi padres regresaron a Venezuela en años distintos: tenía 7 años cuando él llegó, con una bebida achocolatada deliciosa como ninguna, dominó de maderita con dibujos de animalitos, guitarra clásica, acento raro y cara de curioso.

Ella regresó 2 años más tarde. Un día en medio de una de las tantas parrandas que se arman en la casa de mi mamá tocaron el timbre, al abrir allí estaba: sigilosa. Las dos pusimos cara de sorpresa, nos reconocimos y quedamos como congeladas. Recuerdo que pensé “la señora de las fotos si existe” y la verdad es que era tan bella como se veía. Lo curioso es que hoy en día ella sigue allí, congelada.

Mi hermanito nació en Bucarest, lo enviaron a Venezuela cuando tenía dos años. Fue el mejor regalo que recibí: nos dimos golpes todos los días del mundo, fuimos cómplices de muchas travesuras, estudiamos la primaria en el mismo colegio, era con quién más me divertía en el mundo.

Mi papaíto –el papá de mi papá- vivía en un pueblito llamado Santa Lucía. Acostumbrábamos a ir allá los fines de semana cuando no visitábamos los museos, el ateneo de Caracas, el cine o el teatro. Su casa era modesta y bellísima, ese lugar tenía la magia de detener el tiempo. Para entrar debíamos bajar dos escalones que conducían a la sala de cemento pulido, en donde había un juego de muebles vino tinto y un televisor naranja a blanco y negro. A la sala le seguía la cocina con estufa de kerosene, al encenderla se mezclaba con la brisa de las 5 de la tarde, produciendo un aroma tan divino que aún lo tengo en mi memoria. Seguramente a eso huele el camino al cielo, bueno a eso y al aroma del cuello de mi mami.

En medio de ese jardín parecido al Parque del Este, teníamos dos barriles como los de petróleo que solían llenarlos con agua hasta el tope, en donde nos remojábamos el día entero mi hermano y yo, dejando afuera solamente la cabeza y las manos para poder aguantarnos del borde y no hundirnos. En esa maceración pasábamos el día entero, salíamos siempre muy arrugados.

Los días de escuela mí mami –la mamá de mi papá- nos preparaba la lonchera, siempre era gourmet, no sabía con qué me iba a conseguir: todo lo envolvía en servilleta para evitar que se le pegaran “las partículas del papel de aluminio”. Por lo general me daba hambre antes del recreo y, queriendo pellizcar mi desayuno durante la clase, comenzaba una lucha silente dentro del reducido espacio de la lonchera. Era una guerra campal entre mis deditos y la servilleta sudada por el vapor de la comida recién preparada.

Los jugos. Esto merece un punto aparte porque los jugos que me preparaba mi mamá me hicieron famosa y hoy en día, que sigo en contacto con mis amigos del colegio, sé que me recuerdan por ellos. Los jugos no eran normales, es decir, de parchita, de naranja, de melón. No señor, eran de tomate, de pepino, de zanahoria y de un montón de cosas raras de las que ella garantizaba sus poderes mágicos para tener vista de rayos láser, olfato canino y la fuerza de Súperman.

En los carnavales nos compraron el disfraz de Batman para mi hermano y el de la Abeja Maya para mí, terminaron los carnavales, la semana santa, día de la madre y del padre, las vacaciones escolares, el regreso a clases, el día de la raza e inclusive las navidades y nosotros seguíamos disfrazados. Fuimos un dúo de superhéroes a los que el niño Jesús les trajo un par de bicicletas e hicimos de ellas “la batibici y la bicimaya”. A veces no nos dejaban salir disfrazados, pero la mayoría de las veces nuestras identidades quedaban en el anonimato gracias a nuestros súper trajes.

La navidad en que recibimos las bicis me llamó San Nicolás por teléfono, me dijo “Natha, disculpa que esta noche no voy a llevar tu bicicleta, sólo voy a dejar la de tu hermanito. Resulta ser que al salir de la casa de tu tío Franklin se me cayó del trineo, rompió el techo de la casa y quedó adentro. Ya hablé con él para pedirle el favor que la lleve mañana para tu casa porque tengo muy poco tiempo para devolverme, debo seguir entregando regalos”. Colgué, todos alrededor esperaban que les contara qué me había dicho, pero quedé muda de la emoción, había conversado con el mismísimo San Nicolás. En la mañana siguiente recibí un montón de Barbies y aún hoy no se qué me emocionaba más si los juguetes o las cara de ilusión de mis tías que se arrastraban en el piso con nosotros a armar, abrir y poner pilas a cuanta maravilla recibíamos. La bicicleta apareció ese 25 de Diciembre con mi tío, quien me contó que estaban durmiendo cuando escucharon un ruido fortísimo, al asomarse vieron el techo roto, mi bici adentro con una etiqueta que advertía que era mía. Antes de seguir su rumbo, San Nicolás hecho polvo mágico y reparó el techo. Aún no conozco a nadie que haya pasado por eso, pero me consta que el Ministerio de Trabajo guarda reporte de ese accidente laboral.

Mis tías tenían muchos amigos, consentidores como ellas. Un día, ellas inventaron un bautizo de muñecas e invitaron a la casa a un montón de niñas que se hacían acompañar de sus muñecas para oficiar la ceremonia. Quien hizo las veces de cura también era el padrino del bautizo. Trajeaba una imponente capa que hacía las veces de sotana, llegado el momento hubo un profundo silencio mientras observábamos con admiración cómo caía en agua sobre la cabecita de mi amada Lulú, sólo se escuchaban sus palabras y el chorrito de agua cayendo. Luego secó sus cabellos de estambre con un pañuelito de mi mamá y la bendijo. Desde ese día y hasta hoy me sigue llamando “comadrita” y yo orgullosa le respondo “dime, compadrito”.

En esa época ya éramos un gentío. Hoy sólo falta mi papaíto porque se mudó al cielo.

Todos nos reuníamos en navidad, tal como lo seguimos haciendo hoy en día para formar la parranda navideña, era como se ve en las películas pero a la venezolana, es decir, con 2 cuatros, tambora, furruco, maracas, panderetas de chapitas, dulce de lechosa, pan de jamón, torta navideña, ponche crema casero, litros de Pepsicola, tenores, barítonos, sopranos, afinados y desafinados. Cantábamos desde el comienzo de la tarde hasta bien entrada la noche, mientras desfilaban amigos y familiares que no se perdían por nada la famosa parranda de los Salgado. Todos entraban y salían de nuestra casa. En un punto de máximo acorde alguien gritaba ¡que comience el intercambio de regalos! Para dar paso a la canción que por excelencia llevaba el ritmo del “dame que te doy”, al finalizar hacíamos guerra de papel de regalo. En una oportunidad salimos hasta la calle, cada uno con instrumento en mano, para despedir al ritmo de los aguinaldos a una tía que había ido acompañada de sus perros, un Chauchau y un pastor alemán, los vecinos se unieron al canto y al bochinche. Ahora que estamos adultos, nos empeñamos en que la tradición pase a las generaciones de relevo y ojalá el día de mañana seamos mi hermano y yo los anfitriones de la parranda de Los Salgado.

El Morral



"El celoso ama más, pero el que no lo es ama mejor"
Miguel de Cervantes Saavedra


Súmenle a la madrugadera, al tráfico, a la dieta, a la economía y al caos, ser celoso.

Tal vez antes había tiempo para serlo. Antes, cuando las mujeres pasaban el día en sus casas luego de despachar a los niños al colegio, de preparar la comida del día y de terminar de ver las tres novelas de la tarde, quedaban atrapadas en unas horas en donde todo estaba hecho. No tenían en qué ocuparse, se quedaban suspendidas en el limbo. A esa hora calurosa y lenta, seguramente inyectaban algo de adrenalina a sus vidas imaginando en quién o en dónde estaba metido “su fulano”.

Hoy en día no tenemos tiempo sino de vivir la realidad, de enterarnos un día cualquiera que “nuestro fulano” se siente confundido y necesita un tiempo. Al menos de esta manera, no sufrimos la vez que lo imaginamos y la vez que lo confirmamos.

Así que saqué de mi morral lo celos porque pesan mucho, sólo quedó la madrugadera, el tráfico, la dieta, la economía y el caos.
http://ascensordepelaez.blogspot.com/2009/05/el-morro.html

Nuestro primer cadáver exquisito


Vete lejos, vete silente, vete despacio, tan lento que mejor te quedas.

http://ascensordepelaez.blogspot.com/2009/06/nuestro-primer-cadaver-exquisito.html

miércoles, 15 de abril de 2009

De Doña Tremebunda y La Muerte


José Vicencio no entendía cómo es que lo tenían de aquí para allá sin aparecer en ninguna de las dos listas: ni en la del cielo ni en la del infierno.
Por el error que yo había cometido decidí seguirlo. En las alturas, San Pedro le pedía: —Por favor muévase, no ve que tiene la cola frenada y la gente ya empieza a reclamar. No está en esta lista y punto mijo, así que chequee abajo y en su conciencia, que algo malo hizo como para no entrar aquí.
Lo curioso era que cuando bajaba a consultar su visa de residencia al infierno, el diablo le advertía:
—Hermanito, hasta para entrar aquí hay un filtro que respetar y no es por burocracia, ojo. La admisión no es así como así, no se trata de “ay, dije una mentira” y entré. No que va, debes ser malo de verdad, malo maluco y aquí como dijo mi compadre, por ahora; no estás. Mi pana, arranca en Fa que estorbas. Muévete pues, no ves que vienen un pocotón de diputados y ministros de tu país. Aunque si me pasas algodón, tu sabes, un pedacito de alma, por ti hasta me hago el loco y bueno… entras.
Se asustó con esa propuesta, la cual no aceptó.
Subió y se sentó en un banco ubicado justo en el medio de la mitad, miró el cartel que identificaba esa avenida como “El Limbo”.
¿Cómo es? Bueno, es desolado, todos andan con cara de ¿Y qué hago yo aquí?, no es ni sepia ni monocromático, no es lúgubre ni iluminado. El Limbo, tiene el color y el olor de la desesperación. Es un lugar muy particular y difícil de imaginar para quién no lo ha visitado.
José Vicencio analizó su situación con cabeza fría, cómo si el frío del lugar no bastara. Recordó algo: tenía esposa: Doña Tremebunda Melquíades, quien definitivamente era como su nombre: imponente, rimbombante, de ceño fruncido y gañote agudo.
¿Acaso estará ella en la lista del cielo?, ¿Mi bien amada Treme me acompañará?, se preguntaba con un dejo de esperanza.
Al son de arpas, violines y aroma a lavanda, llegó nuevamente al cielo diciéndose: “Está bien, es jodida, pero es una buena mujer. Si yo estoy en El Limbo, es porque segurito me están haciendo esperar por ella. Total, al cielo también se va en pareja”.
Ding dong, tocó el timbre.
—Ya estamos cerrados, mire el cartel—, advertía San Pedro desde adentro.
Volvió a llamar, como si la cosa no era con él. —Disculpe que lo moleste nuevamente, Santo— rechinaba la pesada puerta, mientras le abrían
— ¿Usted otra vez? Mijo no insista, no aparece aquí. ¿Ya se revisó allá abajo? ¡Allí no por Dios, no sea soez!, me refería a sí se revisó en la lista del infierno.
— Bueno mi Santo, disculpe la molestia— Y con mano en pecho continuó diciéndole —yo vengo a chequear si mi esposa, Doña Tremebunda Melquíades, a quien le juro por estas 5 cruces que amé y le fui fiel, de casualidad está en su lista.
— ¿Su esposa dice? Cosa más rara ustedes los hombres: pasan la vida quejándose porque son fastidiosas, pero apenas llegan aquí, preguntan si están en la lista. No entiendo, o lo hacen para asegurarse de que realmente están lejos de sus “amadas” para pedir asilo en el bando contrario al de ellas— señalaba hacia abajo con la boca, —O porque no soportan la idea de sentirse acompañados de ustedes mismos—, sonrió con malicia San Pedro.
Se sintió gafo, José Vicencio no sabía que en el cielo había de eso. Ah, pero para ser San Pedro, hay que tener malicia, si no entra cualquiera.
—Entonces mijo—, proseguía San Pedro — ¿Cómo me dijo que se llama la doña?
— Tremebunda Melquíades, mi Santo—. Entonó el nombre a la perfección, para evitar errores
— Uhm uhm, que va, no la veo— decía mientras pasaba las páginas. —Tremeeee, Tremuuu, Trémula. Uhm uhm definitivamente no está aquí.
Se sintió desfallecer, no sabía qué pasaba ni qué suponer. Ella no estaba en la lista porque ¿Le había sido infiel?, ¿Le había mentido sobre la paternidad de alguno de sus hijos?, ¿Tenía el busto operado, se quitaba la edad, ese cuerpo era a punta de lipo? En ese divagar la lavanda cambio a azufre, el hilo musical de violines y arpas se tornó en gritos de dolor y desespero.
— Entonces mi pana, ¿te decidiste a pasarme algodón?— el maligno, poniendo cara de inocente seguía promocionando el lugar— Aquí es calientito, las mujeres ardientes, aunque suene obvio con este calor y bueno, siempre hay rumbita.
José Vicencio le explicó porque estaba allí de regreso. Lo interrumpió con una risotada —Esa vaina es cacho mi hermano— mientras abría el pesado libro del listado y pasaba las páginas mojándose los dedos con saliva para no quemarlo con el fuego que le chorreaba como lava —Traaa, Treeee.
El pobre rogaba para sus adentros que ella no estuviese en esa lista.
—Tremebunda del Carmen Melquíades Urdaneta de Pernía, la misma que viste y calza, papá— le acercaba el libro para que lo constatara porque está acostumbrado a que nadie le crea.
Sin más, subió a El Limbo corriendo desesperado y repitiéndose: “No puede ser. Por qué Dios mío”. Se sentó tratando de calmarse para recordar qué había pasado y bueno no me culpes pero me apiadé de él y me le senté al lado.
—Tranquilo que te voy a sacar de esa angustia—, le dije con voz calmada y volteó con cara de sorpresa, reconociéndome de inmediato. —Ahora sé que fue lo que pasó, y quiero ayudarte a recordar, para que pongamos en orden las cosas y así yo evito una amonestación por parte de estos dos— apuntando hacia arriba y hacia abajo con el dedo.
Esta mañana me le aparecí a Doña Tremebunda y le advertí —Mi doña, esta noche se va conmigo.
Por lo general la gente se asusta cuando me ve, pero tú sabes cómo es ella José Vicencio, no se asusta a menos que se vea en el espejo. ¡Y es que esa mujer es una bruja!—, al decir eso me gané un gritado y contundente — ¡respeta! — de la voz del esposo. A lo que me defendí diciéndole — Ah no, no te me pongas así que es por su culpa que estás en esta situación—
Se encogió de hombros para responderme —Es la costumbre de defenderla de todos.
José Vicencio, dime tú a quién le dan ese notición y responde —ah no, zape gato. Te vas. Yo hoy tengo fiesta, así que bailaré, me disfrazaré, tomaré y comeré.
No sabía ni cómo reaccionar, primera vez que me salen con esa. Es más, te confieso que hasta me intimidó y eso que soy yo el dueño de esa sensación. Le aconsejé con voz reflexiva —Mi doña, aproveche de pasar el día con la familia que la ama, con su gente. Olvídese de disfraces y de fiesta.
En ese momento José Vicencio me interrumpió, contando con la voz hecha un susurro que esa mañana al despertar la vio saliendo del baño, pero cerró los ojos rapidito haciéndose el dormido, para evitar que se diera cuenta.
Sin embargo se le acercó, segura de que sí estaba despierto y le ordenó a grito herido— Pernía, recuerda que hoy es la fiesta de disfraces. Voy a disfrazarme de La Muerte y tú de mujer. No voy a andar alquilando traje para ti, que para variar ni ganas tendrás de ir. Te voy a disfrazar de mí.
—Yo sé que me estás escuchando. Vas disfrazado de mí y punto—. Sentenció la doña.
Me seguía contando, —Ella se disfrazó. Quedó tal como luces tú—
Pensé ¿Y cómo luzco yo? Si al parecer, más intimida mi primo El Coco
Él seguía —Yo, como un pobre bolsa, solo la dejé que hiciera lo que quisiera, con tal de hacerla feliz. Me vistió, maquilló y peinó, me disfrazó pues…de ella.
Esa noche fuimos a la fiesta disfrazados de Doña Tremebunda y La Muerte. Hasta sus amigas me reclamaban porque no me había disfrazado, confundiéndome con la de verdad y yo ni hablaba, solo me reía para seguirles el juego.
—Pero en eso aparecí yo, que podía apostar mi guadaña a que eras ella; te dije en la patita de la oreja: no te me vas a escapar: ¡esta noche eres mía!
El pobre José Vicencio me respondió decepcionado — Y yo que juraba que eras la Tremebunda sacándome fiesta, por eso me emocioné y te seguí.
— ¡Hasta a mí me engañó! Por error te traje aquí, seguro de que eras ella. Cuando aterrizamos se te cayó el maquillaje y la ropa: fue justo en ese momento que me di cuenta de la metida de pata.
—No te preocupes, te voy a regresar. Pero ya sabes, yo te ayudé ahora me ayudas tu.
Me respondió —con todo gusto Sr. La Muerte
En la tierra el tiempo transcurre distinto. Mientras el pobre hombre había vivido todas esas penurias aquí, en el mundo de los vivos recién le había dado un paro cardíaco y no había llegado tan siquiera la ambulancia.
Ya el resto de lo que sucedió lo sabe: José Vicencio abrió los ojos, seguía disfrazado. La buscó con la mirada por todo el recinto, la reconoció fácilmente porque se había quitado la máscara del disfraz, ya no podía confundirla conmigo. Se levantó con lentitud, mientras los asistentes le insistían en que permaneciera acostado. Se le acercó con los brazos abiertos, simulando que quería abrazarla, pero para su sorpresa la agarró por el cuello y la estranguló sonriendo dulcemente mientras le decía: “mi amor, la que estaba en la lista eras tú”.
-Ahora ve Ud., mi querida Doña Tremebunda, que de mí nadie se salva: ¡baje esas escaleras, que el ascensor está malo!

jueves, 8 de enero de 2009

Un Pestañeo Anesteciado

—¿Aló? Tengo rato llamándote para decirte que no voy a poder ir esta noche. Sí te cuento te caes para atrás, hasta yo terminé con mi rabia masculina anestesiada.
— ¡No te molestes que a ti, te veo a cada ratico mija!
Ayer me desperté tarde, para variar. Me vestí más rápido que amante huyendo, mientras se tostaba el pan. Decidí hacer dos cosas a la vez, tu sabes que yo soy rápida mi amor, y mientras me estaba poniendo los zapatos comencé a comerme la tostada, que quedó bastante tiesa y adivina qué: Se me partió el diente. —Si, el mismo de siempre, el que me reparan casi todos los años—.
Corrí al odontólogo. Me atendió Luz Marina. ¿La recuerdas? La asistente de toda la vida, la bajita simpática. —Ella misma—. Me dijo que el Dr. Mariano había muerto unos meses atrás, pobrecito. Le pregunté —Chica, de qué se murió—. Me dijo con sequedad: —de eso no se habla—. Y si de eso no se habla, segurito fue de SIDA o de algún canciller que le dio en la próstata. Tal vez por eso, fui una vez al baño del consultorio y conseguí toda la tapa chispeada.
Bueno mana, me ofreció verme con el Dr. Vento por la urgencia. Yo no quería ni hablar para que no se notara lo horrorosa que me veía.
Era la primera paciente del día. Luz, la asistente, me hizo pasar para prepararme: me puso un delantal para cuidar la blusa Chanel bellísima que traje de Francia, me puso un plástico transparente que me dejaba la boca súper abierta y la manguerita esa que succiona la saliva.
Me dejó sola para que me “relajara” en la silla, y pensé: ¡Ni que se tratase de un spa!.
No esperé casi nada, pero en medio del aburrimiento me incorporé en la silla y me puse a detallar los instrumentos, escuché algo que me asustó y de golpe tumbé sobre mí la bandeja con los instrumentos, menos mal que no se escuchó. Queriendo recoger el reguero antes de que lo notasen me pinché la pierna izquierda, ahogue mi grito de dolor y volví a colocar las cosas en la bandeja, me ajusté el delantal, me volví a colocar el plástico y la manguera en la boca y me acosté para disimular que algo hubiera pasado.
Al instante entró el Doctor David Vento y sentí que Dios me mostró el futuro, creo que en ese instante hasta pude ver cómo me iría de este mundo. Todo se puso en cámara lenta, el movimiento de su cabello negro como tu conciencia, —no te rías, que sabes que no es muy clara que se diga— en fin, contrastaban con “los O-Jos”. Olía a pasión y seguro que debe saber a fresas con champaña. Hasta escuché violines, pero luego que pasó el rato y los seguía escuchando me di cuenta que era del ambiente musical. —¿Qué cómo es él?—, bueno un tipazo: más o menos 38 años, atlético, meticuloso, callado, observador, calmado. Pero, déjame terminar de contarte.
Cuando volví en mí me di cuenta que allí estaba yo, tumbada en esa silla, con la boca abierta como corroncho en pecera, totalmente ridícula e indefensa de ese bombón.
Me dijo—Hola Miranda, disculpa la espera— y yo como no podía ni sonreír porque el plástico me tenía estirada la boca, achiné los ojos para simular una sonrisa amable. Pensé ¿y este muñeco cómo se sabe mi nombre? Cuando para maltrato de mi ego noté en sus manos la carpeta con mi historia médica.
Se sentó a mi lado y me dijo que asentara con la cabeza para corroborar los datos. —Miranda Goliat —y yo: Umju—, 35 años—Umju, mientras movía la cabeza afanosamente. ¿Viniste hace 10 meses a qué te arreglaran este mismo diente? ¿Pero y tú qué comes tuercas? —Fruncí el ceño y simulé una risa tonta, claro con la boca así de espernancada ¿Tu me dirás qué otra risa me podía salir?.
Cuando el tipo iba a comenzar a trabajar dijo con algo de ironía —¡Que raro! Luz Marina tiene más años que yo aquí y hoy arregló mal los instrumentos— sentí que me lanzó la puntita, el muy ponzoñoso. Me anestesió con la misma intensidad de su comentario y sonó el teléfono. Por lo que escuché, le anunciaban al paciente que iba a atender a esa hora. Aproveché para ajustarme un poco la manguerita, pero mana ¿qué te cuento? Me la dejé mal puesta y me he bañado la blusa de saliva, para ese momento se me había dormido la boca y no me había dado cuenta que se me estaba saliendo la baba —Chica no te rías—. Se volteó y se acercó rodando con la sillita, al darse cuenta de lo que había pasado se echó a reír y me observó cómo quien ve a un niño en medio de una picardía.
Bueno, me acomodó y comenzó a trabajar. Yo lo veía de cerquita, noté que hasta la mini cicatriz de la ceja le da un aire súper sexy. Al pasar el rato lo volvieron a llamar, entiendo que para decirle que el paciente que lo estaba esperando se iba. En ese justo momento aproveché para mover un poquito la lámpara que me tenía encandilada, al bajar el brazo, solo se escuchó un estruendoso PLOF, había vuelto a tumbar la bandeja, por el sonido podrás imaginar que esta vez cayó al piso. Él se volteó sin colgar la llamada y soltó una gran carcajada que me hizo achicar en la silla, me sentía del tamaño del delantal que me cubría. Solo me salió decir: Ay disculpe Doctor.
La asistente entró con una nueva bandeja de instrumentos que él le había pedido antes de colgar y, ¿a que no sabes? Se ha ido la luz.
Me retiró los instrumentos de la boca y me pidió que me quedara acostada esperando a que regresara la luz, él intuía que no iba a demorar mucho. Hasta romántico se había tornado el ambiente, todo se veía en sepia y con una servilletita me limpiaba las comisuras de la boca.
No sé si fue la anestesia, pero me dio por hablar más paja de lo usual. De todo lo que me comentaba, le ofrecía un consejo. Me contó que se le estaban olvidando las cosas y, yo que estoy tomando un remedio naturista buenísimo para la memoria se lo quise recomendar, pero aún no recuerdo el nombre de la cosa esa. —Sí, Fitina, tienes razón—
Entró la asistente con una velita y yo pensé: ahora sí cae, pero volvió la luz. Me colocaron otra vez todo el aparataje y ella salió. Él comenzó a trabajar y se fue nuevamente la luz. Prendió la vela bastante lejos de mi y por allá la dejó, no entiendo cómo me iba a iluminar así. Salió del consultorio y escuché que le dijo a la asistente que no iba a atender a más nadie por el día, para evitar contratiempos por la situación con la electricidad.
Se me estaba pasando el efecto de la anestesia. Como él debía terminarme el trabajo, prefirió volvérmela a aplicar mientras esperábamos por la luz. Cuando me iba a inyectar: ¡Achu! Me salió tremendo estornudo que le empujó la mano de la inyectadora y me la clavó en la pierna derecha e hizo que el plástico boca de corroncho saliera volando por el aire y le diera justo en la frente. —Mija, te vas a hacer pipí de la risa. ¡Gafa no te rías!— Pobrecito él estaba muy apenado, no hallaba cómo disculparse. Para cuando terminó de hacerlo yo ya no sentía mi pierna y había perdido el último ápice de vergüenza que me quedaba. Ninguno de los dos podíamos hacer nada más que reírnos, alcanzó a decir que estábamos a mano.
Entró la asistente y viéndonos reír le contagiamos la risa. Regresó la luz.
Ahora sí, me anestesió y “jugandito” me dijo que me iba a amarrar de la silla. Finalmente terminó el trabajo y de cerquita en posición de odontólogo me comentó lo bella que había quedado, me provocaba saltarle encima.
Gloria a Dios, por fin me quitó todos los instrumentos de la boca y me pidió que me enjuagara en el mini lavabo, se dio la vuelta para actualizar la historia médica, tomé el vasito de Listerine en las rocas y justo se fue la luz. ¿Qué pasó? Terminé echándome encima el desgraciado enjuague bucal, teniendo la seguridad que me veía como concurso de camisetas mojadas, por lo que rogaba al cielo que no volviera la luz pronto.
No me podía ir porque para pagar solo disponía de tarjetas y sin luz tú me dirás por donde las iba a pasar. —ja ja ja Chica, no seas tan grosera—
— ¿Cómo hice?
Nada, la electricidad tardó como dos segundos en regresar, como diría el inepto gobierno “solo fue un pestañeo”, que no dio tiempo a que tan siquiera se me medio secara la blusa y sentía burda de frío.
Me paré cojeando de la silla, con mueca de pena. A él le traicionaba la vista cada vez que me miraba lo obvio —no vale, la mancha de Listerine ¡mal pensada!—
¿Imagina qué me dijo?: “Nunca me había divertido tanto en mi trabajo, qué tal y como disculpa por tanto contratiempo me aceptas una invitación a cenar. Sí se va la luz, no importa porque cocinan a leña y se alumbran con velas”— pero bromeó diciendo que le daba temor que incendiara el restaurante—.
Me da miedo. Tiene que tener algún defecto. Fíjate que Alberto término siendo gay cuando juraba que luego de un año lo conocía al pelo.
Ahora entiendes porque no voy a ir esta noche, espero que la pasen divino y si vas a contar mi vista al odontólogo, por favor no seas tan detallista.
—Chaito, pues.