miércoles, 15 de abril de 2009

De Doña Tremebunda y La Muerte


José Vicencio no entendía cómo es que lo tenían de aquí para allá sin aparecer en ninguna de las dos listas: ni en la del cielo ni en la del infierno.
Por el error que yo había cometido decidí seguirlo. En las alturas, San Pedro le pedía: —Por favor muévase, no ve que tiene la cola frenada y la gente ya empieza a reclamar. No está en esta lista y punto mijo, así que chequee abajo y en su conciencia, que algo malo hizo como para no entrar aquí.
Lo curioso era que cuando bajaba a consultar su visa de residencia al infierno, el diablo le advertía:
—Hermanito, hasta para entrar aquí hay un filtro que respetar y no es por burocracia, ojo. La admisión no es así como así, no se trata de “ay, dije una mentira” y entré. No que va, debes ser malo de verdad, malo maluco y aquí como dijo mi compadre, por ahora; no estás. Mi pana, arranca en Fa que estorbas. Muévete pues, no ves que vienen un pocotón de diputados y ministros de tu país. Aunque si me pasas algodón, tu sabes, un pedacito de alma, por ti hasta me hago el loco y bueno… entras.
Se asustó con esa propuesta, la cual no aceptó.
Subió y se sentó en un banco ubicado justo en el medio de la mitad, miró el cartel que identificaba esa avenida como “El Limbo”.
¿Cómo es? Bueno, es desolado, todos andan con cara de ¿Y qué hago yo aquí?, no es ni sepia ni monocromático, no es lúgubre ni iluminado. El Limbo, tiene el color y el olor de la desesperación. Es un lugar muy particular y difícil de imaginar para quién no lo ha visitado.
José Vicencio analizó su situación con cabeza fría, cómo si el frío del lugar no bastara. Recordó algo: tenía esposa: Doña Tremebunda Melquíades, quien definitivamente era como su nombre: imponente, rimbombante, de ceño fruncido y gañote agudo.
¿Acaso estará ella en la lista del cielo?, ¿Mi bien amada Treme me acompañará?, se preguntaba con un dejo de esperanza.
Al son de arpas, violines y aroma a lavanda, llegó nuevamente al cielo diciéndose: “Está bien, es jodida, pero es una buena mujer. Si yo estoy en El Limbo, es porque segurito me están haciendo esperar por ella. Total, al cielo también se va en pareja”.
Ding dong, tocó el timbre.
—Ya estamos cerrados, mire el cartel—, advertía San Pedro desde adentro.
Volvió a llamar, como si la cosa no era con él. —Disculpe que lo moleste nuevamente, Santo— rechinaba la pesada puerta, mientras le abrían
— ¿Usted otra vez? Mijo no insista, no aparece aquí. ¿Ya se revisó allá abajo? ¡Allí no por Dios, no sea soez!, me refería a sí se revisó en la lista del infierno.
— Bueno mi Santo, disculpe la molestia— Y con mano en pecho continuó diciéndole —yo vengo a chequear si mi esposa, Doña Tremebunda Melquíades, a quien le juro por estas 5 cruces que amé y le fui fiel, de casualidad está en su lista.
— ¿Su esposa dice? Cosa más rara ustedes los hombres: pasan la vida quejándose porque son fastidiosas, pero apenas llegan aquí, preguntan si están en la lista. No entiendo, o lo hacen para asegurarse de que realmente están lejos de sus “amadas” para pedir asilo en el bando contrario al de ellas— señalaba hacia abajo con la boca, —O porque no soportan la idea de sentirse acompañados de ustedes mismos—, sonrió con malicia San Pedro.
Se sintió gafo, José Vicencio no sabía que en el cielo había de eso. Ah, pero para ser San Pedro, hay que tener malicia, si no entra cualquiera.
—Entonces mijo—, proseguía San Pedro — ¿Cómo me dijo que se llama la doña?
— Tremebunda Melquíades, mi Santo—. Entonó el nombre a la perfección, para evitar errores
— Uhm uhm, que va, no la veo— decía mientras pasaba las páginas. —Tremeeee, Tremuuu, Trémula. Uhm uhm definitivamente no está aquí.
Se sintió desfallecer, no sabía qué pasaba ni qué suponer. Ella no estaba en la lista porque ¿Le había sido infiel?, ¿Le había mentido sobre la paternidad de alguno de sus hijos?, ¿Tenía el busto operado, se quitaba la edad, ese cuerpo era a punta de lipo? En ese divagar la lavanda cambio a azufre, el hilo musical de violines y arpas se tornó en gritos de dolor y desespero.
— Entonces mi pana, ¿te decidiste a pasarme algodón?— el maligno, poniendo cara de inocente seguía promocionando el lugar— Aquí es calientito, las mujeres ardientes, aunque suene obvio con este calor y bueno, siempre hay rumbita.
José Vicencio le explicó porque estaba allí de regreso. Lo interrumpió con una risotada —Esa vaina es cacho mi hermano— mientras abría el pesado libro del listado y pasaba las páginas mojándose los dedos con saliva para no quemarlo con el fuego que le chorreaba como lava —Traaa, Treeee.
El pobre rogaba para sus adentros que ella no estuviese en esa lista.
—Tremebunda del Carmen Melquíades Urdaneta de Pernía, la misma que viste y calza, papá— le acercaba el libro para que lo constatara porque está acostumbrado a que nadie le crea.
Sin más, subió a El Limbo corriendo desesperado y repitiéndose: “No puede ser. Por qué Dios mío”. Se sentó tratando de calmarse para recordar qué había pasado y bueno no me culpes pero me apiadé de él y me le senté al lado.
—Tranquilo que te voy a sacar de esa angustia—, le dije con voz calmada y volteó con cara de sorpresa, reconociéndome de inmediato. —Ahora sé que fue lo que pasó, y quiero ayudarte a recordar, para que pongamos en orden las cosas y así yo evito una amonestación por parte de estos dos— apuntando hacia arriba y hacia abajo con el dedo.
Esta mañana me le aparecí a Doña Tremebunda y le advertí —Mi doña, esta noche se va conmigo.
Por lo general la gente se asusta cuando me ve, pero tú sabes cómo es ella José Vicencio, no se asusta a menos que se vea en el espejo. ¡Y es que esa mujer es una bruja!—, al decir eso me gané un gritado y contundente — ¡respeta! — de la voz del esposo. A lo que me defendí diciéndole — Ah no, no te me pongas así que es por su culpa que estás en esta situación—
Se encogió de hombros para responderme —Es la costumbre de defenderla de todos.
José Vicencio, dime tú a quién le dan ese notición y responde —ah no, zape gato. Te vas. Yo hoy tengo fiesta, así que bailaré, me disfrazaré, tomaré y comeré.
No sabía ni cómo reaccionar, primera vez que me salen con esa. Es más, te confieso que hasta me intimidó y eso que soy yo el dueño de esa sensación. Le aconsejé con voz reflexiva —Mi doña, aproveche de pasar el día con la familia que la ama, con su gente. Olvídese de disfraces y de fiesta.
En ese momento José Vicencio me interrumpió, contando con la voz hecha un susurro que esa mañana al despertar la vio saliendo del baño, pero cerró los ojos rapidito haciéndose el dormido, para evitar que se diera cuenta.
Sin embargo se le acercó, segura de que sí estaba despierto y le ordenó a grito herido— Pernía, recuerda que hoy es la fiesta de disfraces. Voy a disfrazarme de La Muerte y tú de mujer. No voy a andar alquilando traje para ti, que para variar ni ganas tendrás de ir. Te voy a disfrazar de mí.
—Yo sé que me estás escuchando. Vas disfrazado de mí y punto—. Sentenció la doña.
Me seguía contando, —Ella se disfrazó. Quedó tal como luces tú—
Pensé ¿Y cómo luzco yo? Si al parecer, más intimida mi primo El Coco
Él seguía —Yo, como un pobre bolsa, solo la dejé que hiciera lo que quisiera, con tal de hacerla feliz. Me vistió, maquilló y peinó, me disfrazó pues…de ella.
Esa noche fuimos a la fiesta disfrazados de Doña Tremebunda y La Muerte. Hasta sus amigas me reclamaban porque no me había disfrazado, confundiéndome con la de verdad y yo ni hablaba, solo me reía para seguirles el juego.
—Pero en eso aparecí yo, que podía apostar mi guadaña a que eras ella; te dije en la patita de la oreja: no te me vas a escapar: ¡esta noche eres mía!
El pobre José Vicencio me respondió decepcionado — Y yo que juraba que eras la Tremebunda sacándome fiesta, por eso me emocioné y te seguí.
— ¡Hasta a mí me engañó! Por error te traje aquí, seguro de que eras ella. Cuando aterrizamos se te cayó el maquillaje y la ropa: fue justo en ese momento que me di cuenta de la metida de pata.
—No te preocupes, te voy a regresar. Pero ya sabes, yo te ayudé ahora me ayudas tu.
Me respondió —con todo gusto Sr. La Muerte
En la tierra el tiempo transcurre distinto. Mientras el pobre hombre había vivido todas esas penurias aquí, en el mundo de los vivos recién le había dado un paro cardíaco y no había llegado tan siquiera la ambulancia.
Ya el resto de lo que sucedió lo sabe: José Vicencio abrió los ojos, seguía disfrazado. La buscó con la mirada por todo el recinto, la reconoció fácilmente porque se había quitado la máscara del disfraz, ya no podía confundirla conmigo. Se levantó con lentitud, mientras los asistentes le insistían en que permaneciera acostado. Se le acercó con los brazos abiertos, simulando que quería abrazarla, pero para su sorpresa la agarró por el cuello y la estranguló sonriendo dulcemente mientras le decía: “mi amor, la que estaba en la lista eras tú”.
-Ahora ve Ud., mi querida Doña Tremebunda, que de mí nadie se salva: ¡baje esas escaleras, que el ascensor está malo!