domingo, 28 de junio de 2009

Desde el jardín de mi niñez


Mis padres aún no habían terminado el bachillerato. Ella iba a clases con pantalón, camisa beige y panza de 8 meses. Mi papá iba con uniforme, afro, piedras para tirarle al módulo de la policía, música y buen humor.

Apenas salimos de la clínica fui a vivir a la casa de mi familia paterna, hasta el día en que me casé.

¿Qué fue de ellos dos? Ganaron una beca para estudiar economía en Rumanía y se fueron a esa fría dictadura, cuando yo tenía unos meses de nacida. Crecí con toda mi familia paterna y cuando digo toda les hablo de un gentío, saquen la cuenta: mi papá tiene ocho hermanos, a ellos súmenle mis abuelos quienes siempre he considerado mis padres, mis tíos los hermanos de mis abuelos y algunos primos, en esa época no habían nacido todo el bandón que son hoy en día, asunto ventajoso para mi hermano y para mi considerando que condensaban todo su amor en nosotros dos.

Mi padres regresaron a Venezuela en años distintos: tenía 7 años cuando él llegó, con una bebida achocolatada deliciosa como ninguna, dominó de maderita con dibujos de animalitos, guitarra clásica, acento raro y cara de curioso.

Ella regresó 2 años más tarde. Un día en medio de una de las tantas parrandas que se arman en la casa de mi mamá tocaron el timbre, al abrir allí estaba: sigilosa. Las dos pusimos cara de sorpresa, nos reconocimos y quedamos como congeladas. Recuerdo que pensé “la señora de las fotos si existe” y la verdad es que era tan bella como se veía. Lo curioso es que hoy en día ella sigue allí, congelada.

Mi hermanito nació en Bucarest, lo enviaron a Venezuela cuando tenía dos años. Fue el mejor regalo que recibí: nos dimos golpes todos los días del mundo, fuimos cómplices de muchas travesuras, estudiamos la primaria en el mismo colegio, era con quién más me divertía en el mundo.

Mi papaíto –el papá de mi papá- vivía en un pueblito llamado Santa Lucía. Acostumbrábamos a ir allá los fines de semana cuando no visitábamos los museos, el ateneo de Caracas, el cine o el teatro. Su casa era modesta y bellísima, ese lugar tenía la magia de detener el tiempo. Para entrar debíamos bajar dos escalones que conducían a la sala de cemento pulido, en donde había un juego de muebles vino tinto y un televisor naranja a blanco y negro. A la sala le seguía la cocina con estufa de kerosene, al encenderla se mezclaba con la brisa de las 5 de la tarde, produciendo un aroma tan divino que aún lo tengo en mi memoria. Seguramente a eso huele el camino al cielo, bueno a eso y al aroma del cuello de mi mami.

En medio de ese jardín parecido al Parque del Este, teníamos dos barriles como los de petróleo que solían llenarlos con agua hasta el tope, en donde nos remojábamos el día entero mi hermano y yo, dejando afuera solamente la cabeza y las manos para poder aguantarnos del borde y no hundirnos. En esa maceración pasábamos el día entero, salíamos siempre muy arrugados.

Los días de escuela mí mami –la mamá de mi papá- nos preparaba la lonchera, siempre era gourmet, no sabía con qué me iba a conseguir: todo lo envolvía en servilleta para evitar que se le pegaran “las partículas del papel de aluminio”. Por lo general me daba hambre antes del recreo y, queriendo pellizcar mi desayuno durante la clase, comenzaba una lucha silente dentro del reducido espacio de la lonchera. Era una guerra campal entre mis deditos y la servilleta sudada por el vapor de la comida recién preparada.

Los jugos. Esto merece un punto aparte porque los jugos que me preparaba mi mamá me hicieron famosa y hoy en día, que sigo en contacto con mis amigos del colegio, sé que me recuerdan por ellos. Los jugos no eran normales, es decir, de parchita, de naranja, de melón. No señor, eran de tomate, de pepino, de zanahoria y de un montón de cosas raras de las que ella garantizaba sus poderes mágicos para tener vista de rayos láser, olfato canino y la fuerza de Súperman.

En los carnavales nos compraron el disfraz de Batman para mi hermano y el de la Abeja Maya para mí, terminaron los carnavales, la semana santa, día de la madre y del padre, las vacaciones escolares, el regreso a clases, el día de la raza e inclusive las navidades y nosotros seguíamos disfrazados. Fuimos un dúo de superhéroes a los que el niño Jesús les trajo un par de bicicletas e hicimos de ellas “la batibici y la bicimaya”. A veces no nos dejaban salir disfrazados, pero la mayoría de las veces nuestras identidades quedaban en el anonimato gracias a nuestros súper trajes.

La navidad en que recibimos las bicis me llamó San Nicolás por teléfono, me dijo “Natha, disculpa que esta noche no voy a llevar tu bicicleta, sólo voy a dejar la de tu hermanito. Resulta ser que al salir de la casa de tu tío Franklin se me cayó del trineo, rompió el techo de la casa y quedó adentro. Ya hablé con él para pedirle el favor que la lleve mañana para tu casa porque tengo muy poco tiempo para devolverme, debo seguir entregando regalos”. Colgué, todos alrededor esperaban que les contara qué me había dicho, pero quedé muda de la emoción, había conversado con el mismísimo San Nicolás. En la mañana siguiente recibí un montón de Barbies y aún hoy no se qué me emocionaba más si los juguetes o las cara de ilusión de mis tías que se arrastraban en el piso con nosotros a armar, abrir y poner pilas a cuanta maravilla recibíamos. La bicicleta apareció ese 25 de Diciembre con mi tío, quien me contó que estaban durmiendo cuando escucharon un ruido fortísimo, al asomarse vieron el techo roto, mi bici adentro con una etiqueta que advertía que era mía. Antes de seguir su rumbo, San Nicolás hecho polvo mágico y reparó el techo. Aún no conozco a nadie que haya pasado por eso, pero me consta que el Ministerio de Trabajo guarda reporte de ese accidente laboral.

Mis tías tenían muchos amigos, consentidores como ellas. Un día, ellas inventaron un bautizo de muñecas e invitaron a la casa a un montón de niñas que se hacían acompañar de sus muñecas para oficiar la ceremonia. Quien hizo las veces de cura también era el padrino del bautizo. Trajeaba una imponente capa que hacía las veces de sotana, llegado el momento hubo un profundo silencio mientras observábamos con admiración cómo caía en agua sobre la cabecita de mi amada Lulú, sólo se escuchaban sus palabras y el chorrito de agua cayendo. Luego secó sus cabellos de estambre con un pañuelito de mi mamá y la bendijo. Desde ese día y hasta hoy me sigue llamando “comadrita” y yo orgullosa le respondo “dime, compadrito”.

En esa época ya éramos un gentío. Hoy sólo falta mi papaíto porque se mudó al cielo.

Todos nos reuníamos en navidad, tal como lo seguimos haciendo hoy en día para formar la parranda navideña, era como se ve en las películas pero a la venezolana, es decir, con 2 cuatros, tambora, furruco, maracas, panderetas de chapitas, dulce de lechosa, pan de jamón, torta navideña, ponche crema casero, litros de Pepsicola, tenores, barítonos, sopranos, afinados y desafinados. Cantábamos desde el comienzo de la tarde hasta bien entrada la noche, mientras desfilaban amigos y familiares que no se perdían por nada la famosa parranda de los Salgado. Todos entraban y salían de nuestra casa. En un punto de máximo acorde alguien gritaba ¡que comience el intercambio de regalos! Para dar paso a la canción que por excelencia llevaba el ritmo del “dame que te doy”, al finalizar hacíamos guerra de papel de regalo. En una oportunidad salimos hasta la calle, cada uno con instrumento en mano, para despedir al ritmo de los aguinaldos a una tía que había ido acompañada de sus perros, un Chauchau y un pastor alemán, los vecinos se unieron al canto y al bochinche. Ahora que estamos adultos, nos empeñamos en que la tradición pase a las generaciones de relevo y ojalá el día de mañana seamos mi hermano y yo los anfitriones de la parranda de Los Salgado.

El Morral



"El celoso ama más, pero el que no lo es ama mejor"
Miguel de Cervantes Saavedra


Súmenle a la madrugadera, al tráfico, a la dieta, a la economía y al caos, ser celoso.

Tal vez antes había tiempo para serlo. Antes, cuando las mujeres pasaban el día en sus casas luego de despachar a los niños al colegio, de preparar la comida del día y de terminar de ver las tres novelas de la tarde, quedaban atrapadas en unas horas en donde todo estaba hecho. No tenían en qué ocuparse, se quedaban suspendidas en el limbo. A esa hora calurosa y lenta, seguramente inyectaban algo de adrenalina a sus vidas imaginando en quién o en dónde estaba metido “su fulano”.

Hoy en día no tenemos tiempo sino de vivir la realidad, de enterarnos un día cualquiera que “nuestro fulano” se siente confundido y necesita un tiempo. Al menos de esta manera, no sufrimos la vez que lo imaginamos y la vez que lo confirmamos.

Así que saqué de mi morral lo celos porque pesan mucho, sólo quedó la madrugadera, el tráfico, la dieta, la economía y el caos.
http://ascensordepelaez.blogspot.com/2009/05/el-morro.html

Nuestro primer cadáver exquisito


Vete lejos, vete silente, vete despacio, tan lento que mejor te quedas.

http://ascensordepelaez.blogspot.com/2009/06/nuestro-primer-cadaver-exquisito.html