domingo, 19 de octubre de 2008

En la Punta de tus Dedos


La habitación quedaba en el patio trasero. Era allí en donde él trabajaba en medio del olor de la tierra y de las paredes húmedas y avejentadas. Había una cama muy grande, rodeada de tela de mosquitero en donde a veces descansaba, también muebles muy viejos, entre estos un gran escritorio y una silla. Del techo del cuarto contiguo colgaban murciélagos, cientos de ellos que revoloteaban siempre cerca de las seis de la tarde.
Al entrar a esa habitación, en la que se encerraba solo con sus pensamientos, quedé atónito al conseguir sangre esparcida que manchaba todas las paredes del cuarto. Era la sangre del cuerpo sin vida que recién había sujetado en sus manos y que ahora solo le acompañaba.
Él estaba en calzoncillos, montado en una silla que le hacia llegar un poco más arriba en la pared. El sonido ensordecedor de la lluvia acompañó el horror que llegó a mí al ver que con su sangre densa, oscura y de olor característico que inundaba el ambiente y se mezclaba con el resto de los olores, escribía sin mucho sentido palabras que salían de su mente, de sus manos, de sus dedos. Alcancé a verlo en el justo momento cuando escribía en la pared, con el brazo bien estirado- como queriendo llegar lo más alto posible- cada uno de sus pensamientos mientras que el cuerpo de ella, aun caliente por el contacto de haber sido poseído, yacía totalmente inerte tirado sobre la mesa. Él le daba vida, pero también había logrado arrebatársela. Se poseían mutuamente y solía referirse a ella como “su Greta Garbo”
Luego que usó su cuerpo y plasmó con su ayuda todo lo que pudo, la dejó allí, totalmente abandonada y vacía. Le había extraído hasta la última gota de su savia, depositándola en un pequeño recipiente. Con la desesperación del incomprendido, tomaba de allí lo que necesitaba con la punta de sus dedos. Se dedicó a escribir con su tinta, con su sangre, lo que nadie se había detenido a escuchar y el cuerpo comenzaba a enfriarse con la rapidez del tiempo que no se considera.
La lluvia cesó. Poco después de escucharme entrar volteó despreocupado y me miró desde lo alto de la silla, sonrió como un niño y se encogió de hombros sin justificarse, apacible, ajeno al pecado y al resto del mundo, sacándome del estado de shock en el que me había sumido el repentino aleteo de los murciélagos.
Le temblaba el pulso mientras lo ayudaba a bajar de la silla, los años le habían arrebatado la destreza que aún había en su mirada. Una vez con él abajo tomé de la mesa el cuerpo de “su Greta Garbo” en mis manos, la volví a inyectar de tinta que era su sangre y le coloqué la tapa a esa pluma Montblanc que había pasado por todas las generaciones de mi familia, la debía cuidar porque el próximo en heredarla como primogénito era yo.

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